Luc Olivier d’Algange
Ecritor e filosofo de lingua francesa, inspirado na Tradição espiritual do ocidente e também bebendo nos grandes luminares do Sufismo, apresenta uma obra magistral e profundamente critica do mundo moderno. Inspirado em René Guenon e também em toda fonte literaria latina, produz um texto pleno de Beleza e de Inteligencia como alimento para o Homem neste mundo de final dos tempos.
Todo arte, en el sentido de que el Arte viene siempre después de la naturaleza, como la Metafísica de Aristóteles viene después de su Física. O ningún arte, en la medida en que el arte presupone, para existir, para llegar a nuestro entendimiento, un soporte material. La pintura, la escultura, la música, vienen después de la naturaleza, la physis en el sentido griego, pero indudablemente toman de ella sus manifestaciones, que son el color, la piedra o la madera, la vibración del aire.
Distinguir un arte metafísico de un arte que no lo sea exige, pues, que nos apoyemos en otro orden de realidades distinto al de la manifestación; exige que supongamos que no sólo el Arte, sino la naturaleza misma se ordenan según otra realidad, un mundo suprasensible, propiamente metafísico. Para dar a la expresión «arte metafísico» algo más que un sentido incierto o vago, debemos suponer, además de la la dimensión de amplitud, una dimensión de exaltación, de verticalidad, una jerarquía de los estados múltiples del ser respecto de los cuales la naturaleza y la obra de arte son, en el orden de la manifestación, unas posibilidades entre una infinidad de ellas.
Otra tentación, incluida en esas premisas, sería identificar el arte metafísico con el arte religioso; habría entonces que aceptar el honrar con la palabra «metafísica» a todas las obras con vocación o motivos religiosos, incluidas las peores beaterías; habría, además, que calificar de «metafísicas» a todas las obras alegóricas, incluidas las que corresponden a representaciones laicas o ideológicas. El arte religioso puede ser metafísico, aunque diste mucho de serlo siempre, mientras que el arte metafísico puede, en ciertas circunstancias, escapar a lo religioso, al menos en la definición comunitaria, administrativa y dogmática de lo religioso.
Cuando Caspar David Friedrich pinta un paisaje de bosque o de hielo, cuando nos introduce en la claridad indecisa del alba o del crepúsculo, cuando evoca el invierno nevado o el otoño dorado, su pintura es metafísica no por lo que representa, sino por la manera, el poien, en que el pintor representa la naturaleza, percibida entonces como una emanación o un símbolo de una realidad superior, más allá de lo manifiesto pero transparentándose a su través, ofreciéndose y sustrayéndose a la vez. Intercesor entre lo visible y lo invisible, entre la potencia callada, perdida en su abismo de silencio, y el poder expresivo, el vibrato de las líneas y de los colores, entre la noche y el día, el pintor parece al acecho de una presencia misteriosa, angélica, que da a las apariencias la profundidad de la verdad.
El símbolo, al contrario de la alegoría, no es un mecanismo del que se usa a voluntad, sino una gracia. No es ese elemento concreto que se resuelve en una abstracción, esa expresión llena de imágenes destinada a reducirse a consigna, sino el puente, el chal de Iris, la escala del viento. El arte metafísico se puede así reconocer por una ligereza y una iluminación propia, una ingravidez y una luminosidad que no pertenecen más que a él (y que puede albergar incluso sin saberlo el artista) y que no se puede imitar ni reproducir a voluntad.
El símbolo, al contrario de la alegoría, no es un mecanismo del que se usa a voluntad, sino una gracia. No es ese elemento concreto que se resuelve en una abstracción, esa expresión llena de imágenes destinada a reducirse a consigna, sino el puente, el chal de Iris, la escala del viento. El arte metafísico se puede así reconocer por una ligereza y una iluminación propia, una ingravidez y una luminosidad que no pertenecen más que a él (y que puede albergar incluso sin saberlo el artista) y que no se puede imitar ni reproducir a voluntad.
Existe en la experiencia de la obra de arte metafísica, como en la experiencia alquímica, un principio de no reproducibilidad en el que entran en juego un conjunto de relaciones, tanto en el modo de la amplitud como en el de la exaltación, que escapan a la valoración y la voluntad humana. No hay arte metafísico sin experiencia metafísica, no hay figuración del mundo imaginal sin una ascensión nocturna, sin un viaje al Octavo Clima. El carácter tradicional del arte metafísico no le quita nada al carácter único, al «cada vez que», de aquel que lo ejerce, reflejo de la Unificencia que hace posible toda presencia y toda cosa representada. Sólo ínfimos detalles distinguen a menudo, en una época y un área geográfica dadas, la esculturas de un Buda de la de otro Buda, un mándala de otro mándala, un icono de otro icono, pero esos ínfimos matices son tan importantes como la invisible verdad que se oculta en ellos. Es por esos matices, por esas variaciones, por lo que lo sagrado se transparenta, por los que se deja adivinar el fervor del gesto de aquel que estuvo en oración en el interior de su gesto.
Tal es la ligereza de las obras de arte verdaderamente metafísicas y que las diferencia de otras, aparentemente próximas, con las que una mirada superficial podría confundirlas. La luz es en este mundo la mensajera de esa ligereza divina. Hemos visto los cuadros de Caspar David Friedrich arrebatados por el chal de Iris al corazón de lo real; basta ahora dejar resonar en uno mismo, en una perspectiva invertida, el resplandor silencioso de la luz del icono pintado según las reglas de la Filocalia. Quien sepa hacer de lo real un icono reconocerá en el icono una condensación de la realidad en tanto que belleza, y, en la belleza, «el esplendor de la verdad».
Lo que nos aportan la ligereza, la luz y la unificencia del arte metafísico es así un conocimiento acrecentado de la verdad, de la que la belleza es indisociable. El arte metafísico precisa una definición de la belleza, no ya relativa, aventurada o subjetiva, sino epifánica. La belleza artística no puede ser sino por aquello de lo que es testigo, por ese velo que la revela «como verdad», del mismo modo que la verdad metafísica no podría manifestarse en este mundo sino como belleza. El arte no está ya, entonces, vuelto sobre sí mismo, replegado de manera narcisista hacia su propia consideración, en la ilusión de una autonomía que lo reduce a no ser más que un puro formalismo, sino un instrumento de conocimiento cuya gnosis concierne a la vez al mundo interior y al mundo exterior. La perspectiva invertida del icono ilustra esta intuición (que entregamos aquí en su desnudez, no sin invitar a aquellos que tengan la paciencia de escucharnos a prolongar su meditación en las obras del padre Florensky).
¿De dónde viene la luz? A esta pregunta, el icono da su respuesta, que es a la vez pictórica y metafísica, en armonía con la liturgia ortodoxa que proclama que «Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios». Si aceptamos la obra de arte en tanto instrumento de conocimiento, en tanto que gnosis, no sin incluir en este consentimiento nuestra condición humana y el mundo sensible que nos rodea ―también ellos instrumentos de conocimiento―, reflejos de una realidad más alta, de una procesión de Inteligencias (en el sentido plotiniano e ismailí), surgidas unas de otras en una dramaturgia grandiosa (como la describen las obras de Sohravardî), la pregunta esencial (¿de dónde viene la luz?) recibe la respuesta que nos es dada por el icono: «de nosotros mismos», o, lo que viene a ser lo mismo, del pincel que le dio esa forma singular de «vida» que la ciencia biológica no puede definir.
Ante un icono, no nos situamos frente a la luz emanada, sino que entramos en ella identificándonos con el movimiento de la luz. Esa luz parece venir de nosotros; son nuestros ojos los que parecen iluminar la escena sagrada; es nuestra mirada la que parece el vector de los fotones, de las luciérnagas de oro que danzan en el espacio intermedio donde lo invisible deviene visible. Esa fulgurante inversión de la perspectiva profana es la experiencia fundadora del arte metafísico. Sin embargo, el error sería detenerse ahí; no percibir que nuestra mirada no es sino la mirada de otra mirada, ella misma testigo de un resplandor que atraviesa de parte a parte lo visible y lo invisible, tal como ya sabía Angelus Silesius: El ojo por el que veo a Dios y el ojo por el que Dios me ve, son un solo y mismo ojo.
Traducción Agustín López Tobajas
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